Seguí tu rastro, de sangre,
por el árido sendero
del Calvario.
Vi clavarse, con saña,
la lanza en tu costado.
Sentí el martillo, batir,
contra los clavos
que juntaban tus miembros,
huesudos, al madero.
Vi en ti resignación, y paz,
ante el verdugo.
Del que sabe morir
por lo que cree.
No había flores, ni cirios,
ni saetas.
Nadie se ocultaba,
el rostro,
tras las sedas.
No se ornaba,
el gentío,
de encajes y oropeles.
Había dolor; y rabia.
Vi lágrimas; y miedo.
Oí silencio.
¡Allí moría un hombre,
en carne y hueso!
¡Lo hacia en un ara de amor
y libertades!